martes, 29 de marzo de 2011

EL PEQUEÑO CORREDOR


A todos los que quisieron ser ciclistas.

A SU EDAD, muchos alevines de ciclista dejaban de estudiar. Por las mañanas entrenaban intensamente; por las tardes paseaban —presumían— con el chándal del equipo y las bicicletas último modelo:
—El sábado en la carrera hice un quinto —decían—; si llego a ponerme a rebufo en el sprint, otro gallo cantaría…
El Pequeño Corredor no tenía equipo porque nadie se había fijado en él; no tenía chándal con el que presumir, ni bicicleta último modelo, ni mucho menos quintos puestos en competición. Él era regordete y tristón, voluntarioso y humilde, obediente y autodidacta, y, de entre todos los futuros posibles, a sus trece años sólo aspiraba a ciclista profesional.
El Pequeño Corredor entrenaba en solitario. Se ponía los culottes y el maillot; se abrochaba el casco y las zapatillas y se lanzaba durante horas a la libertad de la carretera.
—¡Ya va a entrenar El Pequeño Corredor! —sonreían al verle con su estrafalaria vestimenta.
El Pequeño Corredor difería mucho de sus colegas de competición: en invierno salía de casa a las tres de la tarde, o a las cuatro, para no ser atropellado en la oscuridad; la temporada de sol a las siete, o a las ocho, para no caerse redondo de un golpe de calor.
Su preparación -aunque constante- no era seguida por un entrenador: él escalaba o llaneaba, o las dos cosas, y cuando se cansaba, regresaba. Su dieta no tenía las proteínas calculadas: con los guisotes de su madre le bastaba para ir tirando, y los fines de semana, antes o después de las carreras, se reconstituía con un bocadillo de jamón supervitaminado.
El Pequeño Corredor era más miedoso que sus compañeros, y, llegado el momento, no se atrevía a pillar el rebufo de los camiones cuando, enfilando a sesenta por hora la nacional, los ciclistas a los que acompañaba se agarraban al parachoques del camión. Sus caídas no eran heroicas y espectaculares, producidas —así lo narraban sus amigos— a punto de ganar un sprint final, sino torpes y ridículas, normalmente por culpa de un perro atravesado, o por el retrovisor de un coche estacionado, o en el portal del edificio y ante todo el vecindario por no haber sacado a tiempo la zapatilla del pedal.
Al contrario de lo que pensaba, su bicicleta no era de las mejores del entorno: un compañero resabiado le mostró que pesaba como el plomo, que tenía las pegatinas falsas y un cambio de marchas del año de Matusalén, y que montaba piezas de segunda mano que le habían colado de extranjis aprovechando su ingenuidad. Pero esta revelación no importó en absoluto al Pequeño Corredor, que continuó limpiando la máquina cada semana, engrasándola y sacándole brillo con mayor esmero que los mecánicos del mismo Induráin.

Y llegó la temporada de las carreras… El Pequeño Corredor aún no había ganado una competición o, para ser más exactos, no había cruzado la llegada subido a la bicicleta. Una vez iba bien situado, pero comenzó a perder puestos por ayudar a otros corredores empujándoles del sillín. A mitad de la subida —porque la cuesta era larga e inclinada como la duna de un desierto— no podía más; empezó a hacer eses como un borracho y cuando iba el último tuvo que abandonar la carrera.
Las competiciones tenían lugar en circuitos cortos, a los que los ciclistas daban vueltas obsesivamente, como en un Scalextric, más rápido según se acercaban al final. La carretera siempre era estrecha, con gravilla suelta, muchas curvas y más socavones que un campo de batalla; normalmente serpenteaba entre acequias, con el peligro de darse, cuando menos, un buen remojón. De todos modos aquello no tenía importancia para El Pequeño Corredor, que cada lunes esperaba con ansia la llegada de la carrera. A él le gustaba salir en los últimos puestos por aquello del “espacio vital”, y porque se agobiaba en el enjambre de manillares, pero, sobre todo, por miedo de derribar con el codo a otro ciclista en el seno del pelotón.
—¡En sus puestos!... ¡Listos!... ¡Ya!
Los primeros momentos eran pura tensión, con palabrotas e insultos, con caídas y latigazos. Los de cabeza pegaban tirones a la salida de las curvas. Los últimos, como él, eran quienes más los sentían. Al ir con el gancho tardaban poco en descolgarse. «¡Coge rueda, coge rueda!», le gritaban, medio histéricos y con la lengua fuera, sabiendo lo difícil que era reenganchar tras un corte. El Pequeño Corredor pedaleaba con todas sus fuerzas. La brecha, pese a todo, comenzaba a abrirse. Entonces se achicaba como si pesasen sobre él todas las miradas del mundo; aguantaba tres, cuatro, o, a lo sumo, cinco tirones y enseguida perdía contacto con el pelotón. Ya en solitario intentaba alcanzar la cola del paquete, viendo cómo ésta se distanciaba como quien ve escapársele el tren.
Aun así, él no se rendía de buenas a primeras: hundía la cabeza entre los hombros, apretaba los dientes e imprimía más potencia a los pedales, pero al poco sentía las piernas desfallecidas. La cola del grupo ya ni se veía. El dorsal suelto a su espalda —aún no había aprendido a ponerse bien los imperdibles— ondeaba como la bandera del completo fracaso. Dos kilómetros más adelante estaba desfondado y a punto de ser doblado por el pelotón, que se acercaba zumbando como una locomotora. El Pequeño Corredor miró al árbitro; éste tenía el brazo levantado y acababa de soplar su silbato. ¡Estaba eliminado!
Cabizbajo, avergonzado, El Pequeño Corredor subía al coche-escoba. Le temblaban las piernas y le brillaban los ojos. Los conductores, voluntarios de la Cruz Roja que acudían a todas las competiciones, le conocían de tanto verle.
—¡No te preocupes, hombre! —decían—. ¡Verás como a la próxima ganas!
Y a la semana siguiente, El Pequeño Corredor volvía a ser el primero en quedar descalificado y en subir al coche-escoba.

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